Capítulo 1


© Copyright: Santiago Luis Rey Monsalve 2010, R.P.I. nº 08/2010/1102

PARTE 1 – Marcos


CAPÍTULO 01.- La Reunión


Quince de marzo del 2010


Hay tres cosas que odio sobre todas las demás, y lo de levantarme los lunes temprano para ir a la Facultad es sin duda una de ellas.
El invierno en Madrid estaba acabando y pronto empezarían los árboles a querer despertarse a una nueva primavera, cálida y brillante. Pero este año no parecía que esto fuera a ser así. Una nueva ola de frío procedente del norte había irrumpido con fuerza en la ciudad, trayendo unas temperaturas realmente bajas que habían provocado una copiosa nevada que llegó a cubrir todo con un precioso manto blanco. A mí me gustaba ver las calles y los parques envueltos con ese halo misterioso que provoca la nieve pero también odiaba las consecuencias que ello traía en la ciudad. El tráfico estaba imposible, y yo iba a llegar tarde a la reunión de coordinación. Me habían citado a las ocho de la mañana, y ya eran las ocho menos diez.
Justo cuando circulaba bordeando el Parque del Oeste, que realmente parecía una postal navideña, sonó mi teléfono móvil.
–¿Si? –contesté sin mirar la pantalla.
–Pero chico, ¿se puede saber dónde andas?
Era la inconfundible voz de mi amigo Gonzalo, que gritaba como si en vez de con teléfonos móviles, hablásemos con vasos de papel unidos con un hilo.
–Llevo media hora esperándote en la cafetería y la gente empieza a pensar que estoy buscando ligue o algo de eso.
–Lo siento amigo, pero he pillado un atasco en la M30 y ahora estoy entrando en la Ciudad Universitaria. El tráfico está horrible.
–Pareces un novato. Ya sabes que en esta ciudad caen dos gotas y todas las mamás sacan los coches para llevar a sus niños al colegio, no se vayan a mojar.
–¿Entonces, estás realmente esperándome? –le pregunté con la esperanza de que me dijera que él tampoco había llegado todavía.
–Desde hace diez minutos. Hoy he venido en metro porque el coche se lo ha llevado Carol para llevar los niños al colegio.
Hubo un pequeño silencio, y entonces empezamos a reírnos a la vez. Gonzalo era así. Siempre estaba bromeando con su fino humor británico (corrijo, escocés) que no todo el mundo comprendía, aunque a él le daba igual porque si alguien no era capaz de captar cualquiera de sus bromas a la primera, él comenzaba a reírse a carcajadas de su propio chiste; eso seguro que ya daba pistas a quien le escuchase de que algo se le había escapado.
Creo que yo era uno de las pocas personas capaz de pillar su ironía a la primera. Quizás por eso él me apreciaba tanto.
–Llegaré en quince minutos más o menos.
–Vale, le diré al Vicerrector que te has vuelto a quedar dormido como cada lunes y que empecemos sin ti –y colgó.
Sonreí de nuevo. Las reuniones de coordinación de los lunes eran presididas por el Vicedecano de la Facultad, o en casos excepcionales por la Decana. Pero jamás el Vicerrector de la Universidad Complutense de Madrid se dignaría a asistir a una reunión de esta categoría. Otra bromita de mi amigo.  La verdad es que Gonzalo era una terapia magnífica para espabilarse por las mañanas. Tenía una energía tremenda que te contagiaba con su forma de ser. Nadie podría pensar que un tipo tan masivo (pesaba 120 kilos y medía casi un metro noventa centímetros) podría guardar esa energía, y ese cerebro. Gonzalo MacNeil era, sin duda alguna, uno de los físicos teóricos más importantes de Europa. Sus estudios eran brillantes y sus publicaciones se habían convertido en referencia mundial del sector. Además era un gran profesor, adorado por sus alumnos, que proferían por él una especie de admiración personal. Esto provocaba algunas envidias en algunos colegas que a él no le afectaban en absoluto; más bien lo contrario, ya que esos celos profesionales no hacían sino incentivar su capacidad de inventar nuevos motes o apodos curiosos para aquellos “colegas” que caían en desgracia con él, motes que luego no dudaría en utilizar en sus clases magistrales, provocando la lógica carcajada de sus alumnos que disfrutaban con su elocuencia y su humor.
Y sin embargo, a pesar de su altura, de su enorme peso, de su vestir desaliñado, de su pelo rojizo siempre despeinado y de su mal afeitada barba también pelirroja (sin duda, la herencia de su padre escocés había sido muy marcada), él no cumplía el tópico del físico genial pero loco y despistado. Gonzalo MacNeil era verdaderamente ordenado y esquemático, y esta era la cualidad de mi amigo  que más me llamaba la atención, quizás porque no podía decir lo mismo de mí.
Aparqué el coche en doble fila y me apresuré hacia el edificio de la Facultad de Ciencias Físicas. Ahí estaba el imponente edificio de ladrillo rojo que, con el cielo totalmente cubierto, parecía de una tonalidad más oscura. Casi resbalé con el hielo que se había formado en el suelo, pero logré mantener el equilibrio y entré por la puerta buscando a Paco, el bedel. Mientras le saludaba escuetamente, le entregué la llave de mi coche por si necesitaba moverlo (ya le tenía acostumbrado a eso) y subí corriendo por las escaleras hasta el primer piso; luego continué por el pasillo derecho hasta donde estaba la sala de reuniones del rectorado. Golpeé dos veces casi simultáneamente y entré sin esperar a que me respondieran.
–Buenos días. Siento haber llegado tarde –me disculpé mientras intentaba recuperar el ritmo normal de mi respiración.
Como era de esperar, todos se giraron a la vez para mirarme cuando irrumpí en la sala. La verdad es que me sorprendió ver a tantas personas extrañas para una simple reunión de coordinación. Incluso me ruboricé un poco, aunque intenté que no se me notara mucho, cuando me di cuenta de quién estaba presidiendo la mesa. Entonces fue cuando empecé a darme cuenta que quizás había metido la pata al llegar hoy tarde porque estaba muy claro que esto era una reunión, pero desde luego no era una simple reunión de coordinación.
El primero que habló fue Emilio Romero. Era el Vicerrector en persona de la Universidad Complutense de Madrid. Yo había coincidido con él sólo un par de veces en alguna de esas aburridas reuniones de inauguración del año universitario. En alguna ocasión, la Decana de la Facultad de Ciencias Físicas nos había presentado, pero estaba seguro que ni me reconocía ni se acordaba de mí.
¿Por qué nadie me había informado que estaría el Vicerrector? Bueno sí; me lo había dicho Gonzalo esta mañana, pero supuse que era una de sus  bromas.
–Señor Pedreño, creo que con su aparición ya estamos todos –me dijo en un tono que incluso me pareció agradable para lo que yo esperaba.
Emilio Romero tenía fama de ser un buen gestor y de moverse muy bien a niveles políticos, pero no se distinguía desde luego por su carácter alegre sino que era de esas personas que casi nunca sonríen y que siempre tienen una expresión como de trascendencia, aunque lo que estuviera haciendo fuera firmar el presupuesto anual para la compra de clips.
–De hecho –prosiguió–, todos agradecemos el esfuerzo que le ha supuesto venir a esta reunión temprana después de que se pasara la noche en vela trabajando en el nuevo programa del trimestre.
En ese momento me quedé en blanco y casi instintivamente miré a Gonzalo, que se tapaba la boca con su manaza pero que no podía disimular el brillo chispeante de sus ojos.
–Uh, sí claro –me dio tiempo a decir balbuceando–, no hay problema. He tomado mucho café.
−Como usted ha llegado el último, paso sin más preámbulos a presentarle a todos los presentes –prosiguió Emilio Romero con esa forma suya de hablar tan peculiar que a mí me recordaba la propia de un diplomático británico del siglo XIX, mientras me indicaba una silla para sentarme al lado de Gonzalo, que se reclinaba hacia atrás mientras me miraba todavía con gesto divertido–.  A su derecha está Don Adolfo Castillo,  que como usted sabe es el titular de la cátedra de Física Atómica, Molecular y Nuclear.
Moví la cabeza a modo de saludo, ya que le conocía de otras reuniones y me parecía un buen tipo, tranquilo y con una mente preclara. Era una eminencia en su materia. Había publicado artículos en las publicaciones más prestigiosas del mundo y había participado en la ampliación de las Centrales Nucleares en España y en el nuevo acelerador de partículas que había construido el CERN en Ginebra. Era un hombre pequeño y menudo, de pelo escaso color ceniza y que rondaba los 60 años. Tenía fama de ser bastante despistado y de andar siempre concentrado en sus investigaciones. Hoy notaba que se había esforzado en su forma de vestir. Lucía un traje chaqueta de color gris oscuro y corbata azul marino, aunque por la forma como le había salido el nudo de la corbata y las mal disimuladas arrugas de la camisa dejaban entrever que su fama le correspondía perfectamente.
El vicerrector continuó sus presentaciones.
−Al lado de nuestro querido Adolfo, se encuentra Don Tomás Alcaraz, miembro del Centro Superior de Investigaciones Científicas e Ingeniero Jefe del proyecto FENIX, proyecto que desarrolla nuestra Facultad en cooperación con dicho organismo –dijo mientras incliné la cabeza a forma de saludo, correspondiendo el del tal Tomás Alcaraz.
Era la primera vez que lo veía y me pareció que me miraba de una forma extraña. Me recordaba mi época de estudiante, cuando me examinaba ante un tribunal de doctos profesores. De hecho, todos los presentes en la reunión me estaban mirando de esa forma. Me sentía un tanto incómodo ante esa sensación. Quizás era su pulcro aspecto de ejecutivo lo que me hacía sentirme así. Yo iba vestido con unos simples vaqueros, una camisa y un jersey y, de pronto, me encontraba en una reunión de lo más extraña con unos tipos que iban todos perfectamente trajeados. Incluso Gonzalo parecía que se había esmerado por ir ese día lo más correctamente vestido que le recordaba un lunes por la mañana. ¿Qué significaba esta reunión?
Mis dudas tendrían que esperar para ser resueltas, porque Emilio Romero continuó hablando.
–A continuación le presento a Don Miguel Ángel Figueroa, Jefe de Sección del CNI.
Seguramente se me puso cara de bobo cuando oí esas siglas, porque Emilio Romero se esforzó en repetirlas mientras me las traducía: “CENTRO NACIONAL DE INTELIGENCIA”. Yo ya sabía lo que significaban pero esto estaba tan fuera de contexto aquí, en la Universidad, en una Facultad de Ciencias Físicas, que mi mente tuvo que asimilarlo escuchándolas de nuevo.
–Y por último, pero no por eso menos importante, le presento a la Señorita Cristina Vázquez, Inspectora del Cuerpo Nacional de Policía adscrita al Ministerio del Interior como enlace entre nosotros, el propio Ministerio, el CNI y el CSIC.
Noté que esta última presentación la hizo de una forma más pomposa y sonriente que el resto, queriendo sin duda parecer agradable, educado y simpático ante la aludida, que me miró, me sonrió levemente y me saludó como habían hecho el resto de los presentes.
Me quedé mirando a Cristina Vázquez porque realmente era una mujer muy atractiva. Entendí perfectamente el intento del Vicerrector de tratar de parecer más agradable de lo normal. También me había impresionado que fuera policía. Eso todavía me hacía preguntarme con más intriga qué es lo que estaba pasando aquí para que se reunieran personas que realmente no tenían nada que ver con mi trabajo diario de impartir clases de Física Teórica. Y todavía entendía menos qué es lo que pintaba yo en esta reunión.
Como si Emilio Romero estuviera leyendo mi mente, prosiguió su monólogo.
–Supongo, amigo Marcos, que se estará preguntando por qué le hemos llamado a esta reunión, ¿cierto?
–Pues realmente sí me gustaría saberlo –contesté instintivamente.
–No se preocupe que vamos a explicarle todo con el máximo detalle que podamos.
Mientras el vicerrector pronunció esas palabras, se le escapó una mirada hacia donde estaba sentado Miguel Ángel Figueroa; una mirada que me pareció una solicitud de permiso.
Seguidamente se tocó su pelo parcialmente canoso perfectamente peinado y, con un gesto que seguramente había ensayado muchas veces delante del espejo, se quitó lentamente sus gafas rectangulares de marca agarrándolas por la patilla derecha mientras se incorporaba erguido en su silla y colocaba los codos apoyándolos en la mesa. Cuando lo vi en esa pose perfectamente estudiada, no pude evitar que me viniera a la mente uno de los apodos que le había endosado Gonzalo: “el ministro”.
–Querido Marcos, en primer lugar tengo que decirle que todo lo que vayamos a hablar en esta sala a partir de ahora es absolutamente confidencial y deberá mantener un riguroso secreto sobre su contenido. Si usted no se ve capacitado para seguir esta consigna al pie de la letra, sería mejor que lo considerase ahora.
Lo dicho, cada vez que Emilio Romero hablaba así me venía a la cabeza el apodo que Gonzalo le había puesto.
*   *   *



En ese instante me di cuenta que mi inquietud se iba incrementando por momentos.
Ahí me encontraba yo, en la sala de reuniones del Rectorado de la Facultad de Físicas, sentado alrededor de una soberbia mesa rectangular de reuniones, con mi amigo Gonzalo MacNeil a mi izquierda; Adolfo Castillo a mi derecha; en la parte opuesta y casi enfrente mía, una guapa policía llamada Cristina Vázquez; a su izquierda un tipo del CNI llamado Miguel Ángel Figueroa que conseguía transmitirme malas sensaciones por la forma que tenía de mirarme; en el extremo más alejado de la mesa estaba Tomás Alcaraz, miembro del CSIC y jefe de un proyecto del cual yo no había oído hablar en mi vida y en el extremo más cercano, en actitud de presidir la reunión, se situaba mi jefe, “el ministro”. ¿De qué diablos me estaba hablando?
Entonces me di cuenta que algo no encajaba. Algo fallaba en el protocolo. No tenía sentido que estuviera nada más y nada menos que el Excelentísimo Vicerrector de la Universidad Complutense de Madrid reunido con varios físicos y, sin embargo, no hubiera ningún cargo gestor importante de la propia Facultad de Ciencias Físicas. No estaban ni la Decana ni el Vicedecano de la misma.
–¿Qué dice usted al respecto? –me preguntó, mientras todos los presentes fijaban sus miradas en mí.
–Bueno, creo que soy capaz de mantener un secreto sin problema –respondí mientras miré instintivamente a Gonzalo como esperando que él saliera en mi defensa exclamando “por supuesto, pongo la mano en el fuego por mi amigo Marcos”, pero no dijo nada, sino que mantuvo su mirada en mis ojos hasta que yo la aparté un tanto sorprendido.
Fue Miguel Ángel Figueroa, al que en mi mente ya identificaba como una especie de espía, el que tomó ahora la iniciativa y empezó a hablar con una voz serena, segura y perfectamente audible para todos los presentes.
Era la típica persona que no se andaba por las ramas.
–Tiene usted que remontarse al año 2003. En marzo de ese año se produjo una histórica reunión en las Azores entre los Presidentes de los Estados Unidos, Reino Unido y España. Eran los años de presidencia de Bush, Blair y Aznar. Los medios de comunicación lo bautizaron como “el trío de las Azores”. Como usted recordará, en dicha reunión se acordó la invasión de Irak por las tropas aliadas, pero también se acordó el reparto posterior de la reconstrucción del país tras la guerra. Además, se crearon fuertes lazos personales entre los tres mandatarios de tal forma que Bush, como agradecimiento por el apoyo que le estaban prestando, invitó a Gran Bretaña y a España a participar en un ambicioso proyecto en el que los Estados Unidos llevaba tiempo inmerso. La idea era que, mediante la cooperación científica, países del antiguo telón de acero pudieran sentirse más unidos a las potencias occidentales, con el fin de aislar más a una Rusia que ya había quedado bastante debilitada después de la descomposición de su antiguo imperio comunista. Pero de entre todos los países de la antigua URSS, era Ucrania el país en el que estábamos más interesados, por su tamaño, por su importancia militar, por su posición estratégica y, sobre todo, por el elevado número de científicos ucranianos que habían participado en proyectos de investigación junto a científicos rusos. Ahí podíamos tener una importante fuente para conocer el nivel científico que realmente tenía Rusia. Como prueba de su intención amistosa, y a cambio del apoyo de occidente a la independencia energética de Ucrania respecto de Rusia, el Gobierno ucraniano nos abrió las puertas a gran parte de los proyectos científicos que sus científicos habían estado desarrollando en investigaciones secretas para la extinta URSS. Y de entre todos, el proyecto más llamativo, sorprendente y ambicioso era el dirigido por el genial Físico Oleksiy Yarovenko, el denominado proyecto FENIX.
De nuevo surgía ese nombre en la reunión y, la verdad, cada vez sentía más curiosidad sobre lo que me estaban contando.
Ahora que había captado mi atención, mi mente divagó con curiosidad hacia el tal Figueroa, intentando adivinar algo más sobre él por su aspecto. No todos los días se conoce a un espía.
Era un hombre de mediana edad, de unos 45 años, con el pelo corto y negro. Tenía una envergadura normal, no la de un tipo musculoso capaz de meterse en la base enemiga y cargarse a todos los malos en plan James Bond. Iba vestido con un traje y corbata convencionales color azul marino, y podría pasar como uno más de los miles de profesionales que cada día van a trabajar al centro de Madrid.
–¿Me sigue por ahora? –preguntó de repente.
Era como si se hubiera dado cuenta que mis pensamientos no estaban centrados en su historia sino en él mismo. Este tipo no tenía un pelo de tonto.
–Sí, perfectamente –contesté–. Continúe, por favor.
–Como decía, el proyecto FENIX nos llamó la atención enseguida. Era algo innovador y revolucionario y que no tenía semejanza con otros proyectos de los que desarrollábamos en occidente. Al principio, pensamos que todo era una historia sin base alguna, pero luego conocimos los avances del profesor Yarovenko y nos dimos cuenta que los dirigentes de la antigua URSS se habían tomado muy en serio este proyecto y que llevaban trabajando en el mismo desde hacía más de cuarenta y cinco años. Entonces se tomó la decisión de apoyarlo con prioridad máxima. Tanto los Estados Unidos, como Gran Bretaña, y España participarían proporcionalmente, aportando dinero y científicos. La cabeza visible seguiría siendo Yarovenko, pero el proyecto de dividiría en tres partes que se desarrollarían en cada uno de los tres países involucrados. Así el nivel de seguridad sería más elevado ya que nadie conocería la totalidad del proyecto, excepto por supuesto, el profesor Yarovenko.
Todo esto me resultaba más emocionante según iba avanzando la historia, aunque seguía sin saber exactamente en qué consistía dicho proyecto. Estaba tentado de preguntárselo abiertamente, pero supuse que daría la imagen de ser demasiado curioso e imaginaba que eso no les gustaba mucho a los espías. Sentí que era mejor aguantar un poco y esperar a que alguien me lo contase con todo detalle. De pronto, pensé en Gonzalo. Él estaba sentado a mi lado escuchando toda esta historia con cara de póker, y yo no podía saber si era la primera vez que oía todo esto (como me estaba pasando a mí) o si él ya lo conocía. Entonces me recorrió una extraña sensación porque, si era así, él había sido capaz de mantenerme esto en secreto, a pesar de que yo creía que conocía todo lo que se puede conocer de uno de mis mejores amigos. Uf, otra vez estaba dejando que mi mente divagase, y yo sentía que debía estar centrado en todo lo que me estaban contando.
–Como usted podrá imaginar –prosiguió Figueroa–, la parte del proyecto que le tocó desarrollar a nuestro país se ha llevado en absoluto secreto y con el máximo nivel de seguridad nacional por parte de los servicios de seguridad del Estado.
–Bueno, y entonces ¿por qué me lo está contando a mí?
Hubo un silencio en la sala y recordé la expresión que usábamos cuando era niño y pasaba una situación como esta: “Ha pasado un ángel”, decíamos. Pues ahora había pasado un grupo entero.
Observé que hubo rápidas miradas entre ellos, excepto Gonzalo, que se mantenía cabizbajo mirando fijamente la carpeta que tenía sobre la mesa.
El que rompió ahora el hielo fue Emilio Romero.
–Sr. Pedreño, ha habido ciertas novedades que nos llevan a necesitar acelerar nuestras investigaciones. Para ello necesitamos, entre otras cosas, de más personal cualificado y ahí es donde usted interviene. Necesitamos que usted participe en este proyecto.
Me quedé algo perplejo aunque en realidad deseaba oír eso. La historia que me habían contado había avivado mi curiosidad y necesitaba conocer más. Ahora venía la pregunta obvia. “¿De qué forma?”
Ni siquiera me dio tiempo a plantearla, ya que “el ministro” continuó hablando.
–La situación es la siguiente: el proyecto se está coordinando a través del CSIC por el Sr. Tomás Alcaraz. En él intervienen físicos, matemáticos e ingenieros que están trabajando en el Instituto de Estructura de la Materia que, como supongo conoce, está situado aquí en Madrid, en la calle Serrano. Pero también intervienen nuestras mejores mentes disponibles: D. Adolfo Castillo y D. Gonzalo MacNeil, piezas fundamentales del avance del proyecto. Ambos han estado trabajando en el mismo sin descuidar sus tareas universitarias, algo que ya no es posible, puesto que requerimos de ellos su dedicación a tiempo total. Así que preguntamos al Sr. MacNeil quién podría sustituirle en la Facultad para dar sus clases y para hacer de, digamos, su ayudante, y nos recomendó a usted. De ahí esta reunión. Ahora sólo queda que usted acepte este incremento de trabajo. Por supuesto, aparte de su sueldo normal, será remunerado con otra cantidad similar que recibirá usted mensualmente. Este dinero viene de los Fondos Reservados del Estado Español, con lo que no tendrá…uh, que declararlo a Hacienda –dijo casi ruborizándose, como si fuera algo pecaminoso cuando, en realidad, era uno de los incentivos que más me atraía por ahora–. No piense que es nada ilegal. Es por cuestiones de seguridad. Un incremento inexplicable de su nómina o tener otra nómina con ese importe es una información que está al alcance de muchas personas y que les llevaría a hacerse preguntas. Bueno, qué nos dice, ¿acepta?
Todos giraron sus cabezas al unísono para mirarme, incluyendo Gonzalo, que esta vez sí me miraba con una sonrisilla de las suyas. Él me conocía muy bien y sabía lo que iba a contestar. Lo había preparado todo sin decirme ni una palabra.
La situación era la siguiente: me ofrecían pagarme el doble de lo que yo ganaba por dar alguna clase de más (algo que realmente ya hacía, pues muchas veces Gonzalo me pedía que algunas de sus clases las impartiera yo ya que, según me decía, tenía que asistir a alguna reunión de la Facultad, o tenía que llevar a sus hijas al médico u otras excusas que ahora empezaba a comprender) y encima podría participar en un macro proyecto científico en el que intervenían las mentes más lúcidas de cuatro países y, además, junto a mi amigo. La respuesta era obvia.
–Sí.
–Estupendo, amigo Marcos. Bienvenido a la familia. A partir de ahora su vida cambiará un poco, pero quiero que sepa que está haciendo un gran favor a su país y al mundo en general –afirmó de tal forma que casi me daban ganas de levantarme y aplaudir–. Yo tengo que marcharme ahora, pero se quedará con el resto de nuestros amigos que le explicarán los protocolos a seguir.
Mientras se levantaba y cogía su maletín de piel, volvió a dirigirse a mí.
–Para cualquier cosa que necesite en relación a su trabajo en la Facultad, no dude en comunicarse conmigo a través de mi secretaria. Le aseguro que su Decana no le pondrá ninguna dificultad a cualquier petición sensata que haga.
Me entregó una tarjeta suya con el teléfono y el email de su oficina y se despidió estrechando la mano a cada uno de los presentes. En cuanto salió de la sala y cerró la puerta, me dio la sensación de que todos nos relajábamos un poco, y entonces el que rompió a hablar esta vez fue Miguel Ángel Figueroa.
–Sr. Pedreño, lo primero que debe usted entender con toda claridad es que este proyecto está clasificado como grado uno, o sea que es de máxima seguridad nacional. Como usted se podrá imaginar, hemos investigado todo su pasado –comentó tranquilamente, como si fuera lo más normal del mundo–. No se preocupe, es el procedimiento estándar y ha superado las exigencias.
–Tranquilo Marquitos –intervino al fin Gonzalo–, todos los que participamos en esto hemos tenido que ser cotilleados de una forma u otra.
Esto provocó una sonrisa generalizada en todos los miembros de la reunión menos en Miguel Ángel Figueroa, que le echó una mirada de pocos amigos. Creo que no le había gustado que le interrumpiera o que Gonzalo se tomase a broma su trabajo.
–Uh, perdona, Miguel Ángel. Ya me callo –dijo Gonzalo rápidamente.
Me di cuenta que le tuteaba. Eso indicaba que se conocían bastante. Mi amigo me debía un montón de explicaciones. Pero eso sería más tarde.
El miembro del CNI volvió a fijar su atención en mí y continuó hablándome.
–Como le decía, ha superado nuestras exigencias. Después de esta reunión tendrá que firmar una serie de documentos donde, más o menos, lo que viene a decir es que usted se compromete a mantener en absoluto secreto toda la información sobre el proyecto FENIX, así como sobre las personas que están involucrados en él –explicaba cuando, de improviso, su expresión se hizo más grave–. Señor Pedreño, es vital que entienda que este es un asunto muy serio. Nadie, y digo nadie, debe saber nada de su nueva actividad. Ni su familia, ni sus amistades, ni sus jefes. Repito, nadie, excepto las personas que están autorizadas y que le serán indicadas en uno de los documentos que firmará. Como muestra, en la Facultad de Físicas, solamente Gonzalo MacNeil y Adolfo Castillo saben de la existencia del proyecto.
Esto explicaba la ausencia de la Decana de mi Facultad en la reunión.
–Como le dijo el Señor Romero –continuó Figueroa–, para cualquier problema que le surja en su trabajo “normal”, debe dirigirse directamente a él, y será él quien se encargue de aclarar las cosas a sus jefes directos. Para cualquier asunto relacionado con su trabajo “extra”, recibirá directamente las indicaciones del señor MacNeil.
Al decir eso observé que se le escapó una mirada tendenciosa hacia mi amigo. Creo que entre ellos había algún mal rollo. Bueno, en realidad eso no era complicado ya que Gonzalo era capaz de sacar de sus casillas a cualquiera.
–En su defecto –prosiguió Miguel Ángel Figueroa–, las recibiría del señor Castillo. Como tercera opción, sería el señor Tomás Alcaraz el que le daría las instrucciones adecuadas. En cuanto al CNI, nadie que no sea yo deberá contactar con usted. Esto es muy importante. Recuérdelo. Tiene que saber también que será vigilado, como protección, por miembros de mi equipo o por efectivos de la policía dirigidos por la señorita Vázquez. Usted no lo sabrá ni se dará cuenta, pero tiene que saberlo. Al finalizar esta reunión se quedará con la inspectora quien le indicará una serie de normas de seguridad que deberá seguir a partir de ahora. ¿Alguna pregunta?
–Supongo que tendré cientos cuando haya podido asimilar todo esto –dije con total sinceridad, mientras seguía pensando en lo que había dicho sobre una reunión posterior con la atractiva inspectora de policía.
–No se preocupe, eso es lo normal. En la carpeta con la documentación que tiene usted que firmar, hay una hoja con el número de mi móvil y el de la señorita Vázquez. Deberá memorizarlos por si necesita llamarnos. Pero no los guarde en la agenda del teléfono ni los apunte en ningún sitio. Sólo memorícelos.
Hizo una pequeña pausa mientras mantenía su mirada en la mía. Me dio la impresión de que estaba tratando de analizar mis reacciones.
–Creo que ya ha sido suficiente por hoy para nuestra nueva incorporación. Dejémosle que lo repose –concluyó dirigiéndose al resto de asistentes, mientras comenzaba a levantarse.
Todos empezaron a imitarlo menos Cristina Vázquez. Yo no sabía si incorporarme o seguir sentado. Hice entonces un amago de levantarme y noté como ella tocaba mi brazo derecho.
–Espere un momento, ahora debemos continuar nosotros –me indicó la inspectora con suavidad pero de manera resuelta.
–Oh, sí, claro –acerté a decir de forma un tanto torpe.
Desde luego, me había pillado desprevenido. No solía ponerme nervioso con las mujeres.
Todos empezaron a despedirse de mí y a salir de la sala. El último fue Gonzalo que, desde el umbral de la puerta, se despidió a su manera.
–Oye Marquitos, luego me llamas y te acompaño a la revisión de la próstata, eh? –exclamó y me guiñó un ojo mientras sonreía irónicamente–. Cristina, si necesitas ayuda, ya sabes, me das un toque y vengo raudo.
También la tuteaba a ella.
De esto último saqué dos conclusiones claras: una, que Gonzalo MacNeil estaba cada vez más chiflado; y dos, que debía llevar mucho tiempo metido en esto.
Miré a la inspectora, que mantenía una ligera sonrisa en su boca mientras yo buscaba como explicar el comentario de mi amigo.
–Esto… Lo de la revisión de la próstata es una broma –le comenté de forma algo absurda.
–No se preocupe. Conozco muy bien a Gonzalo y su peculiar humor –contestó sonriendo mientras mostraba unos dientes preciosos–. Bueno, Señor Pedreño, empecemos a trabajar.
Dicho así, empezaba a pensar que hoy era uno de mis días de suerte.
Lo cierto es que no me iba a costar mucho memorizar su número de móvil.

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