Capítulo 6 y Capítulo 7



  © Copyright: Santiago Luis Rey Monsalve 2010, R.P.I. nº 08/2010/1102

PARTE 2.- Irina

 CAPÍTULO 06.- Irina


–Me llamo Irina. Y soy prostituta. Bueno, mejor dicho, chica de compañía. Así es como lo llaman ahora para poder cobrarte 1.000 euros más.

El japonés puso cara de sorpresa. Estaba claro que no estaba acostumbrado a que le dijeran las verdades a la cara.

Me invitó a pasar.

Me miró con sus ojos rasgados a un metro de distancia. Su cabeza me llegaba por la barbilla. Tenía entendido que los nipones ya no eran tan bajos. Supongo que se refieren a las generaciones actuales. Éste debía tener unos sesenta o sesenta y cinco años. Pensé que este iba a ser un servicio de los complicados.

Sin más preámbulos, mi cliente avanzó y empezó a tocarme los pechos; más bien, a agarrarlos. Luego me abrazó e intentó quitarme el vestido. No podía. No era un vestido fácil de quitar. Le aparté delicadamente y preferí quitármelo yo. No me apetecía que lo rompiera. Cuando me vio en ropa interior noté que empezó a sudar más de lo normal. Le invité a que se quitase el traje también. Lo hizo lo más rápido que pudo, dado su estado de ansiedad. Cuando se quedó desnudo, vi que estaba delgado y fibroso para su edad. Tenía un gran tatuaje de un tigre que le cruzaba el pecho y la espalda y llegaba hasta su cintura. Era bonito. Pensé en alguna película que había visto sobre mafias japonesas. Decían que esto era uno de los rasgos característicos de sus miembros. No sé si eso era verdad o no. Realmente, no me extrañaría mucho que mi jefe también tuviera relaciones con las mafias niponas. Tampoco me importaba. Yo estaba allí para cumplir con mi trabajo. Y era muy buena en ello.

Le cogí de la mano y me dirigí hacia la gran cama que había al fondo de la suite. Mientras cruzábamos la habitación adivinaba que él se estaba excitando mientras me recorría con sus ojos rasgados. Yo sabía que tenía un cuerpo estupendo, capaz de hacer que los hombres lo desearan. Eso era una de las cosas que me hacía estar tan valorada.

Cuando lo tuve en la cama, me di cuenta que mi amigo nipón debía haber tomado algún estimulante sexual. Desde que se inventaron, ahora los hombres se aventuraban a intentar hacer realidad las fantasías más extravagantes.

Él se abalanzó sobre mí como si tuviera miedo de que me escapara. Empezó a besarme por la cara y el cuello apresuradamente. Intentó arrancarme el sujetador. Tuve que apartarlo para evitar que lo hiciera.

–Tranquilo, tenemos toda la noche. No hace falta que te apresures –dije.

Él me miró fijamente y asintió. No era muy hablador. Eso no me molestaba en absoluto. No me gusta la gente que habla y no dice nada.

A partir de ese momento, él cambió su actitud. Se dejó hacer.

Entonces supe que acabaría satisfecho del dinero que había pagado por mí.




CAPÍTULO 07.- Los sueños

Treinta de enero del 2010


Todo era de color blanco. Los árboles, el suelo, mis botas de piel. Patinaba. Estaba patinando sobre un lago helado. Veía mis pies deslizándose sobre el hielo, cortándolo con las cuchillas de mis botas. Me sentía feliz, muy feliz. Miraba a la gente que patinaba junto a mí: niños, madres, padres, novios. Todos reían. Oía música, una música que me gustaba y que me acompañaba mientras giraba, saltaba y me deslizaba por el hielo. Era un lago helado, lo sabía. Pero no recordaba su nombre. Nunca conseguía recordar los nombres. Súbitamente hubo silencio. La música ya no sonaba. Me paré en el centro de la pista, girando sobre los patines. Ahora la noche se había hecho profunda. La gente ya no estaba; sólo yo permanecía en el lago helado. Frío. Sentía frío. Tenía miedo; me asusté. De pronto, el lago ya no me parecía agradable. Era un lugar siniestro, muerto. Tomé impulso y me deslicé hacia la orilla. Iba lo más rápido que podía. Escuché un ruido seco. El suelo crujía. El lago se estaba resquebrajando. Las grietas avanzaban hacia mí intentando atraparme. Yo trataba de ir más rápida, todo lo que podía. Pero no era suficiente. Las grietas me perseguían; el lago se abría. Al fin, caí. Me hundí en las aguas heladas. Luchaba mientras agitaba los brazos alocadamente. Intentaba agarrarme a algo, pero sólo había hielo y mis dedos se resbalaban. Una y otra vez lo intentaba. No quería rendirme, no lo iba a hacer. Grité. Grité con todas mis fuerzas pero ningún sonido salió de mi boca. Sentía el frío, el intenso frío que iba paralizando mis miembros. Las piernas se quedaron congeladas. Los brazos también. Y entonces me hundí. Vi las aguas cristalinas y miré hacia arriba. Mientras caía podía ver el agujero cerrándose y la capa de hielo formando un techo frío y mortal. Seguí cayendo más y más, hundiéndome en las aguas cada vez más profundas y oscuras del lago. Cada vez hacía más y más frío. Todo se estaba volviendo negro, oscuro. Iba cayendo hacia la oscuridad. Ya no sentía frío, ni miedo. No sentía nada, sólo paz. Paz y tranquilidad. Y al final vi una luz. Pequeña, lejana. Seguía cayendo y me iba acercando más y más a la luz. Quería llegar a ella. Lo deseaba con todas mis fuerzas. Ya faltaba poco. Ahí estaba, esperándome. Oí un ruido enorme. Mi cuerpo se estremeció. Otra vez el ruido, y otra vez temblé. Otra vez y otra. ¿Qué era esto? Me dolía. En un instante paró el ruido, y la luz se alejó rápidamente hasta desaparecer. Todo me dolía. Me miré los brazos y las piernas. Temblaba, sentía frío. Estaba cubierta de sangre.

Me desperté sobresaltada. Estaba empapada en sudor, un sudor frio que me cubría todo el cuerpo. Tuve que centrarme para saber donde me encontraba. Siempre que tenía esas pesadillas, necesitaba unos momentos para situarme. Estaba en mi apartamento. Este era mi refugio. Aquí podía relajarme y sentirme cómoda. No entendía por qué tenía esas pesadillas sin sentido. Últimamente me venían con más frecuencia. Me hacían sentirme mal y sabía que necesitaba ayuda profesional.

Me levanté para beber agua; tenía mucha sed. Moví las cortinas de mi dormitorio y la luz inundó mi habitación. Era de día y además era una mañana preciosa. Miré el reloj y vi que eran las doce y media. Pensé en lo que iba a hacer hoy. Era sábado y no tenía que trabajar, al menos por ahora.

Mientras me duchaba recordé la noche anterior con mi amigo el japonés. Al final no había resultado tan desagradable como pensaba. Resultó ser un tipo educado y además bastante generoso. Recuerdo que cuando me iba a marchar, él se levantó, me pagó la tarifa establecida y me dio una propina de 500 euros. Luego me dijo: “Mi nombre es Takumi. Gracias”. Me fui de su hotel a las cuatro de la mañana más o menos y me vine a casa. Había dormido bastantes horas pero me sentía cansada. Siempre que tenía esas pesadillas me ocurría lo mismo.

La ducha siempre me venía bien. Era una forma de limpiarme, de purificarme. Después de secarme me miré en el espejo y vino a mi cabeza recuerdos de mi infancia en Anapa, junto a mis padres y mis hermanos. Casi podía percibir el olor del mar en verano y la sensación de bienestar que sentía. Recordaba a mi padre y a mi madre sentados en la arena mirando como mis hermanos saltaban y jugaban con un balón. Todos reíamos y éramos felices. Ahora todo eso quedaba ya muy lejos. Había transcurrido una eternidad.

Sonó el móvil. Era Anya, una de las pocas compañeras de trabajo que podía considerar mi amiga.

–Hola. ¿Qué ocurre? –le pregunté.

–Hola Ira. Siento despertarte pero es que Misha quiere verte. Está en el club.

–Gracias Anya. No me has despertado. Dile que iré en una hora.

Me vestí rápidamente. Me puse unos pantalones vaqueros desteñidos ajustados de talle bajo de “Blumarine”, una camiseta blanca de “Gucci” y zapatos con tacones altos “Jimmy Choo”. A él le gustaba que usáramos zapatos de tacones finos y a mí también. Me maquillé lo justo y cogí mi abrigo de piel.

Después de todo, era probable que hoy también tuviera que trabajar.



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