© Copyright: Santiago Luis Rey Monsalve 2010, R.P.I. nº 08/2010/1102
NOTA: Este prólogo es inédito (no aparece en la 1º Edición de la novela).
CAPÍTULO 0.- Prólogo
Cuatro de noviembre del 2009
La noche era fría y húmeda, como
corresponde al clima de Inglaterra en noviembre.
Eran las once de la noche, y a esa
hora las calles de Canterbury estaban vacías, tan solo ocupadas por una humedad
que calaba hasta los huesos y por el silencio, ese profundo silencio del que
tan orgullosos se sienten los nativos.
Una espesa niebla se desplazaba
lentamente sobre la superficie del río Stour. El profesor Sir Alec Thorton
caminaba nervioso por el borde del mismo hasta alcanzar el King’s Bridge. En
este punto, la niebla parecía querer elevarse sobre el río y envolver el puente
dándole un aspecto casi onírico.
Cuando Thorton llegó al extremo del
mismo, se detuvo y miró al otro lado sin mucho éxito, ya que era casi una
misión imposible ver más allá de un par de metros. Llevaba las manos metidas en
los bolsillos del abrigo. Avanzó temblando a causa del frío y también por el
pavor que le causaba lo que estaba a punto de realizar.
Cuando llegó a la mitad del puente
se paró, tal y como le habían indicado. Sentía que lo que iba a hacer era un
acto injustificable, pero no le quedaba más remedio que terminar con todo esto.
Súbitamente notó una respiración
muy cerca de él, detrás suya, que le sobresaltó. Intentó girar la cabeza para
ver quién estaba allí, pero antes de que pudiera moverse oyó una voz grave y
profunda que reconoció inmediatamente.
–Mejor no se gire, señor Thorton.
Era la misma voz que, desde hacía
una semana, le llamaba cada día. Ahora que la escuchaba en vivo, todavía le
estremecía más.
–Podemos hacer esto de una forma
fácil o de una forma difícil. Usted elige –murmuró el visitante utilizando un
tono neutro que resultaba tan inquietante.
Hablaba lentamente. Por su acento,
el profesor dedujo que era originario de algún país nórdico.
Esa voz penetraba en su cabeza como
un estilete.
–No quiero problemas –replicó Alec
Thorton intentando disimular el miedo que casi le atenazaba–. He venido aquí y
he traído el disco. He cumplido mi parte. Ahora sólo quiero que deje en paz a
mi familia.
–Por supuesto, profesor.
La sensación de indefensión de
Thorton se acrecentaba por momentos. En ese momento pensaba que quizás no había
sido buena idea haber venido; quizás hubiera sido mejor idea habérselo contado
todo a la policía; quizás…pero entonces le vino a la cabeza las imágenes de su
mujer, de sus hijos y un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
–Aquí tiene el disco…con todo –dijo
Thorton.
–Démelo sin girarse, por favor.
El científico extrajo de su
bolsillo derecho una caja y se la entregó al desconocido.
–¿Seguro que está todo aquí? –le
interrogó el extraño–. No me gustaría descubrir que falta algo. En ese caso
tendría que volver y, seguramente, ya no sería tan amable con usted.
–Está todo; le doy mi palabra.
El profesor notó como la
respiración del otro se acercaba más hasta situarse cerca de su oreja y,
entonces, le susurró al oído lo que más ansiaba escuchar esa noche.
–Desde ahora siga su vida normal.
Olvide todo y yo me olvidaré de usted.
Sir Alec Thorton se mantuvo inmóvil
sin saber exactamente qué hacer hasta que pasaron unos segundos.
–¿Hola, está usted ahí? –preguntó
en voz alta sin obtener respuesta alguna.
Casi aguantando la respiración se
giró lentamente y entonces se dio cuenta que tan solo quedaban en el puente él
y la niebla que continuaba envolviéndolo todo. Respiró profundamente un par de
veces para intentar calmarse. Ahora no sabía muy bien qué hacer aunque ya no
podía dar marcha atrás. Era demasiado tarde para eso. Había tomado una decisión
y tendría que asumirla para siempre. Pero lo más importante de todo es que
había conseguido proteger lo que más quería en este mundo.
* * *
Doce de febrero del 2010
Paul Edward Grayson manejaba su
Jeep Grand Cherokee todo lo rápido que le permitía la nieve y el tráfico. El
invierno en Washington estaba siendo muy frio este año. La nieve cubría la
capital y eso provocaba que el tráfico fuera caótico.
Conducía frenético y no sabía cómo
poder avanzar más rápido en el atasco existente en la autopista 270. Se echó al
arcén y, aprovechando la tracción 4x4 de su vehículo, pisó el acelerador a
fondo para ir dejando atrás la inmensa cola de coches que embotellaban la
autopista de salida de la capital. De vez en cuando tenía que frenar
bruscamente porque se encontraba algún coche detenido en la cuneta. A la vez,
iba llamando a su casa pero nadie contestaba. Marcaba entonces el número del
teléfono móvil de su mujer e igualmente no recibía respuesta. Cada vez estaba
más nervioso y más preocupado. Tan solo le quedaban unas pocas millas hasta su hogar
pero tenía que conseguirlo en menos de quince minutos; ese era el tiempo que le
restaba para llegar a la hora que le habían marcado.
Mientras conducía, su mente
intentaba encontrar algún sentido a lo que le estaba pasando. Todo empezó hace
un par de semanas, y ahora se había precipitado. Él era un Físico, un
científico, no un hombre de acción. No supo actuar correctamente la primera vez
y ahora había puesto en peligro a su familia.
Miró el reloj del vehículo y
comprobó que le quedaban tan sólo cinco minutos. Aceleró más y al fin alcanzó
la salida de la autopista. Se desvió y enfiló hacia Woodhill Road, donde vivía.
Cuando llegó, frenó de golpe y salió corriendo hacia la puerta de su confortable
vivienda. La golpeó con fuerza tres veces e intentó abrirla con sus llaves,
pero con los nervios no acertaba a introducirla en la cerradura. Al fin lo
consiguió, e irrumpió precipitadamente.
–¡Ya estoy aquí!¡Ya estoy aquí!
–gritó desesperado mientras avanzaba hacia el salón.
–Tranquilo, ya te hemos oído la
primera vez –respondió una voz grave y serena que rápidamente reconoció.
Paul Edward Grayson se quedó
inmóvil ante el dantesco panorama que tenía ante sus ojos.
Su esposa, Karen, yacía
inmovilizada en el sofá atada de pies y manos mediante cinta adhesiva enrollada
alrededor de sus miembros. Un trozo de la cinta le tapaba también la boca
impidiéndole hablar. A la izquierda del sofá, en el sillón, estaba su hijo Mark
de sólo 12 años, igualmente paralizado y silenciado.
Paul observó los ojos de su mujer y
los de su hijo y sintió una mezcla de miedo e indignación; podía verlos
envueltos en lágrimas y con una expresión de absoluto pánico.
Frente a ellos, sentado en una
silla de cocina, encontró al hombre que estaba provocando todo este desconcierto.
Era de mediana edad, quizás cerca
de los cuarenta, y tenía la piel muy blanca. Llevaba el pelo corto de un color
muy rubio. Usaba unas gafas con cristales claros, casi transparentes, que
permitían ver sus ojos; eran de una tonalidad azul tan clara que transmitían
una frialdad estremecedora. Iba vestido con un abrigo largo y un jersey de
cuello vuelto, ambos de color negro. También se fijó en que usaba guantes de
piel marrón oscuro. En su mano derecha, agarraba una pistola con silenciador
que apoyaba en su pierna y, con ella, apuntaba a Karen y a Mark.
Súbitamente, el científico sintió
un impulso de rabia creciendo en su interior alimentada por la impotencia de
ver su propio hogar invadido y ultrajado. Sin pensarlo, se lanzó hacia el
hombre que les tenía amenazados soltando un grito de furia. Fue algo instintivo
y poco racional: el padre que quiere proteger a sus seres amados sobre todas
las cosas. Pero el intruso reaccionó. Se movió con una rapidez extraordinaria
y, antes de que Grayson le alcanzara, se levantó de la silla impulsándose hacia
delante y golpeó la cara de Paul con la culata del arma. Se oyó un crujido
desagradable, y el científico movió su cabeza hacia atrás emitiendo un gruñido
de dolor. Cubrió su cara con las manos y se balanceó retrocediendo unos pasos.
Cuando las separó, comenzó a escupir mientras notaba como la sangre se
deslizaba por su mejilla. Le había golpeado en la nariz y, por el dolor que
sentía, seguramente se la había roto. Sangraba en abundancia.
La mujer comenzó a moverse de manera compulsiva intentando
avanzar hacia su marido sin conseguirlo, mientras el niño lloraba sin poder
emitir llanto alguno.
–Vamos a ver señor Grayson –empezó
a decir pausadamente el hombre del abrigo negro–, ha tomado decisiones
equivocadas y ahora está pagando sus consecuencias. Deje de hacerse el héroe y
vaya a sentarse en esa silla, junto a su mujercita.
La voz era monótona y sin
sentimientos. Hablaba con total tranquilidad, como si estuviera acostumbrado a
este tipo de situaciones. En ese momento Paul sentía como si todo esto fuera
una pesadilla que acabaría en cuanto se despertase.
–¿Ha traído la información completa
esta vez? –preguntó el intruso.
Grayson todavía seguía dolorido por
el golpe recibido. Intentó hablar pero se dio cuenta que le costaba mucho.
Tenía la nariz inflamada y le costaba respirar, así que tenía que dar grandes
bocanadas para poder llenar de aire sus pulmones.
–Sí.
–¿Y cómo puedo estar seguro que
está todo?
–Le prometo que está todo. Sólo
quiero que se vaya –replicó el científico haciendo un esfuerzo por articular
bien las palabras, ya que el dolor era muy intenso.
Mientras tanto, sacó un pequeño
disco del bolsillo de su chaqueta y estiró la mano para dárselo. El intruso
avanzó con la pistola en la mano derecha y cogió el disco con la otra.
–Gracias –dijo–. Si me hubiera
hecho caso la primera vez, no habría tenido que hacer esto.
Entonces le golpeó de nuevo con la
pistola, pero esta vez en la cabeza. El científico cayó al suelo pero quedó
apoyado con las manos y las rodillas manteniéndose a gatas, mientras la sangre brotaba
también de la cabeza. Estaba totalmente aturdido y se mantenía en esa posición
sin apenas moverse.
El extraño se dirigió pausadamente
hacia una estantería que había en la pared más lejana del salón y escogió una
estatua de hierro forjado de unos treinta centímetros de alto. Era una réplica
de una escultura de Botero llamada “La Dama”, la cual representa una mujer
gorda vestida con un traje de lunares,
sombrero y que sostiene un bolso.
Volvió con ella hacia donde estaba
Paul Edward Grayson, y le dio un golpe seco en la base del cráneo. El
científico cayó al suelo inerte, como si fuera un saco de patatas. Tanto Karen
como el chico intentaban gritar impactados por lo que estaban viendo, pero la
cinta que les cubría la boca impedía que nadie les oyera. El intruso se giró
lentamente y se dirigió hacia donde estaba la mujer. Ella sólo atinaba a emitir
sonidos guturales sin sentido. Sus ojos expresaban terror y pánico, mientras
giraba la cabeza de izquierda a derecha una y otra vez de forma compulsiva.
Cuando llegó frente a ella, la golpeó en la sien con la figura que ahora le
servía de arma mortal. La fuerza del golpe hizo desplazarse a Karen hacia un
lado del sofá dejándola inmóvil, con la sangre derramándose sobre la cara. El
pequeño Paul intentó balancearse hacia delante para huir. Se movía como un
pequeño canguro, dando pequeños saltitos con los dos pies unidos por la cinta.
No pudo llegar muy lejos, ya que el forastero se dirigió a él, lo agarró y le
golpeó en la cabeza brutalmente. El chico cayó al suelo y todo quedó en
silencio.
Sin prisa, fue quitando la cinta
adhesiva de los cuerpos que yacían inmóviles. Después se dirigió a la cocina y
comenzó a abrir los cajones hasta que encontró una bolsa de plástico. La cogió
y metió en ella la pequeña escultura de Botero, que ahora estaba cubierta de
sangre, así como los trozos de cinta adhesiva que había recogido. Luego
desenroscó el silenciador y lo guardó en un bolsillo interior de su abrigo, así
como el arma. Finalmente volvió de nuevo a la cocina y buscó el tubo de
alimentación del gas. Cogió un cuchillo y lo seccionó. En seguida comenzó a
percibirse el característico olor del gas que se escapaba del tubo. Entonces
encendió el tostador y lo puso a su máxima potencia. A continuación, salió de
la cocina con la bolsa de plástico en la mano, miró a su alrededor y se marchó
cerrando bien la puerta.
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